lunes, 25 de junio de 2007

El Monte Itome

Bebí el último trago de agua que me quedaba en la cantimplora y continué tratando de convencerme de que faltaba poco para llegar. Hacía tres horas que había abandonado el pueblo de Mavrommati y había tomado la carretera hacia el Monte Itome. Estaba sudando como un salvaje, la mochila me torcía la espalda y no me había cruzado con nadie, excepto un par de cuervos y un burro. ¿Por qué nadie en Grecia quería ir al Monte Itome? La verdad es que no lo sé, aunque sí puedo explicar por qué yo estaba allí: porque soy un cursi y porque una vez había leído la historia de la ciudad de Itome. 

Ocurrió por allá en el siglo V a.C., cuando los espartanos tomaron la ciudad y esclavizaron a sus habitantes, los hilotas. A mí siempre los espartamos me han caído mal porque no eran más que unos militares que, como todos los militares, no saben hacer otra cosa sino esperar la muerte matando a los demás. Y a mí me encantó leer que los hilotas se sublevaron y les patearon el culo, y que los espartanos sitiaron la ciudad durante diez años y no lograron tomarla, y que los atenienses cagones apenas ayudaron a los hilotas y que dio igual, porque al final los hilotas lograron librarse del yugo espartano abandonando la ciudad y el Peloponeso. Lo que oyen: para ser libres tuvieron que irse.

Y sí, de la misma manera que algunos imbéciles van a visitar la tumba de Elvis, yo soy un imbécil que quería ir a Itome. Pero caminaba y caminaba y ya empezaba a atardecer. Dos horas más tarde, administrando las pilas de la linterna, sediento y después de atravesar un tétrico campo de olivos y de pasar junto al antiguo basurero municipal, llegué a un monasterio y con el puño golpeé la inmensa puerta de madera. Me abrió un hombre y le dije:

- Por favor señor, ¿podría darme un poco de agua?
- Claro... Pero, ¿de dónde viene usted?
- De Venezuela.

El hombre abrió los ojos como un búho y luego cerró la puerta. Al rato, volvió a salir acompañado por un pope griego, muy flaco y con una inmensa barba que le llegaba al ombligo. El pope me observó y dijo:

- ¿Vienes de Venezuela?
- Sí. 
- Venezuela, al parecer, no existe.
- Sí, eso todo el mundo lo sabe.
- Y además, tú no puedes ser venezolano. Supuestamente en Venezuela sólo hay petróleo, mujeres bonitas y Hugo Chávez.
- Coño, ¿está tratando de decirme lo que yo pienso que está tratando de decirme?
- Exacto.
- O sea que, ¿usted puede leerme la mente?
- Sí.
- Entonces, ¿ahora está leyendo que yo pienso que usted es un perfecto idiota que se cree todo lo que dicen los medios de comunicación?
- Sí.
- Y veamos, ¿qué opina de este nuevo pensamiento donde yo le pido un vaso de agua?
- Que serán 3 euros.
- No voy a pagarle 3 euros, y fíjese bien, ahora estoy pensando que quiero irme y que tal vez usted pueda decirme cómo llegar a Itome.
- Sí, el camino gratuito es aquel de allá. Tenga cuidado con los barrancos y llegará en 45 minutos. Pero antes de marcharse, piénselo bien, ¿no quiere probar el camino de 10 euros?
- Pues pienso que gracias y adiós.

Seguí por el tortuoso camino gratuito y llegué a Itome, que resultó ser un montón de piedras rotas que ni siquiera podrían definirse como una ruina. Qué mierda. Además estaba muy oscuro y me sentí perdido y quise llorar, pero me aguanté las lágrimas para no deshidratarme. A la medianoche, desesperado, volví a encontrar la carretera y caí de rodillas.

Entonces, como en una película donde al guionista se le acabaron las ideas, comenzó a llover. Y mientras yo miraba al cielo y abría la boca como un embudo para beber agua, recordé aquella famosa frase que es pasto de extraños foros literarios y que parece fue inventada por un español, pero que en la cima del Monte Itome resume la esencia de Venezuela, ese país con alma pero que no existe:

“Era de noche, aunque llovía”.




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