martes, 10 de julio de 2007

Cuando fui telonero

Hoy en clase de francés el profesor nos hizo escuchar la historia de una chica llamada Juliette, cuyo trabajo consiste en ser una “rieuse professionelle”. En otras palabras, a Juliette le pagan por estar sentada en medio del público y reírse en los espectáculos. Cuando ella ríe como una niña a la que todavía no le han enseñado a dibujar casitas, todo el mundo se contagia y empieza a reir y de pronto, la función es comiquísima. Su trabajo es tan viejo como el teatro pero, vamos, eso a nadie le importa. Y menos importa el hecho de que debe permanecer discreta a pesar de llamar la atención, pues si se hace famosa y el público la reconoce perderá su empleo y por ello debe esconderse en el transcurso de las giras. Juliette hace natación, no fuma ni bebe, hace ejercicios de respiración y acude a clases de canto lírico para reír mejor cada día, porque Juliette, ya lo he dicho, es una profesional y no quiere que la comparen con las risas grabadas de la tele.

Al salir de la clase recordé que hace años en Caracas un grupo de teatro húngaro nos pidió, a Juan Cristobal y a mí, que les diéramos una mano en una función que daban en la Hermandad Gallega. La obra se llamaba “La Danza de la muerte” y era una reinterpretación libre de un poema medieval húngaro. Nos hicieron una prueba y como Juan Cristobal reía mejor que yo, a él le tocó ser Juliette y a mí me tocó abrir y cerrar el telón. Yo estaba contentísimo porque la palabra “telonero” siempre me ha parecido muy digna, y Juan Cristobal estaba feliz pues sólo tenía que reir dos veces a lo largo de la función. La verdad es que para dos personas que no sabían nada de teatro éste parecía un buen comienzo, pero obviamente Juan Cristobal se rió a destiempo la primera vez, y la segunda lo hizo tan mal que la gente lo mandó a callar. Y luego yo, al finalizar la obra, estaba tan emocionado que comencé a aplaudir como un loco y se me olvidó cerrar el telón. Después de un minuto a los actores ya les dolía la espalda de tanto hacer reverencias y el público seguía aplaudiendo, supongo, porque los actores hacían las reverencias muy bien. Entonces la muerte, es decir, el actor principal que llevaba una máscara de calavera, me miró, alzó el puño y me amenazó con rabia. Cogí la manivela, la hice girar como un bestia y cerré el telón tan rápido que los actores no tuvieron tiempo de retroceder y se quedaron delante del público. Y como no iba a esperar a toparme con aquella muerte húngara, me fui corriendo por la puerta trasera y me encontré en la calle con Juan Cristobal, que ahora se reía muy bien, pero de nervios, y no paraba de decir: la cagamos Juancito, la cagamos como unos campeones…

Así terminó nuestra carrera teatral. Pero al menos, hoy nos queda el consuelo de haber sido unos profesionales en el difícil arte de cagarla con estilo en una noche de estreno.


1 comentario:

Pillo dijo...

Bueno supongo que no está mal, las risas de chespirito siempre entraban en momentos insólitos.

un abrazo

El triler del pollo
http://www.youtube.com/watch?v=jrcuEhdWAHU