jueves, 26 de febrero de 2009

Lo que el precio se llevó

Despegamos sin contratiempos y media hora más tarde sobrevolábamos el océano Atlántico. A mi lado, cosa es costumbre, se había sentado una chica con sueño. Justo después del despegue, se quedó dormida con medio rostro hundido en un suéter con el que se había fabricado una almohada. Confiada y ausente, respiraba como un angelito con la boca abierta.

De pronto, el avión comenzó a temblar y se empezaron a escuchar ruidos como si algo golpeara el fuselaje. La luz del símbolo de “abróchense el cinturón de seguridad” se encendió y por los altavoces se escuchó la voz del piloto que decía apresuradamente:

“Hola. Soy el capitán Daniel Parsons, comandante de la nave. Por favor permanezcan en sus asientos con el cinturón de seguridad abrochado. Estamos atravesando una nube de precios... En unos minutos, no habrá más turbulencias. Gracias y disculpen las molestias.”

La chica sentada a mi lado se había despertado y estaba muy asustada. Tragó saliva y me preguntó:

- Disculpa, pero… ¿Qué es una nube de precios?

- Leí que con la crisis económica los precios han subido tanto que han llegado hasta las nubes – le dije, extasiado por sus largas pestañas -. Al parecer, se acumulan en algunos lugares de la atmósfera y bueno, crean turbulencia cuando pasan los aviones.

- ¿Y son peligrosos?

Iba a responderle cuando un golpe muy fuerte hizo que el avión se tambaleara. Algo había golpeado el ala derecha… Me asomé por la ventanilla y vi como la turbina empezaba a incendiarse. Alguien, un hombre, gritó:

- ¡El precio del tomate ha chocado contra la turbina! ¡Vamos a morir!

Gritos por todas partes y ahora sí, el avión empezó a menearse como un trozo de gelatina.

Todavía con la nariz aplastada contra la ventanilla, traté de calmarme y pensar… “No es una película. Es la realidad. Vamos a morir... ¡Vamos a morir!... ¿Qué puedo hacer en una situación como ésta? Piensa, piensa… Sólo… Sólo hay una cosa…”

Me giré hacia la chica que está sentada a mi lado y le dije:

- ¡Vamos a echarnos un polvo!

Pero ella ya no está en su asiento. Sin camisa y con los pantalones medio bajados, se está besando y metiendo mano con una pareja sentada al otro lado del pasillo.

El avión se inclinó mientras seguía perdiendo altura. Las mascarillas de oxígeno saltaron de sus compartimientos. Mierda, vamos a morir...

Me levanté y observé como la ropa interior salía volando en todas direcciones. Vi ráfagas de cuerpos desnudos, que aparecían y desaparecían de los asientos como si fuesen delfines en medio del mar. No hay tiempo. Decidí unirme a la orgía y empecé a quitarme la camisa… Pero mis ojos descubrieron en una de las filas traseras a una ancianita flacuchenta y solitaria. Inclinada y con las manos juntas, se concentraba para rezar sus últimas plegarias.

“Esa pobre ancianita necesita que alguien la conforte” – me dije -. “Alguien que la abrace y le diga que su vida ha tenido sentido”.

El avión ya casi iba en picada y el ruido comenzó a ser insoportable.

Di un salto y me lancé sobre la masa de cuerpos desnudos que llenaba el pasillo. Nadando, o más bien, escalando entre ellos y los asientos por fin logré llegar junto a la anciana. Mientras trataba de enderezarme le dije:

- Tranquila señora… ¡No estamos solos ante la muerte!

Pero la señora pareció no escucharme y siguió ensimismada. Sólo cuando logré sentarme me di cuenta de que no estaba rezando.

Acurrucada, la anciana tenía toda su atención puesta en una pequeña consola que sostenía entre las manos. Me acerqué para abrazarla y descubrí que está jugando Grand Theft Auto. Antes de que todo terminara, logré escuchar su voz temblorosa que decía:

- ¡Voy a matar a estos malditos! ¡Los voy a matar!...

martes, 10 de febrero de 2009

Corre, Hans... ¡Corre!



(Recorte de El Correo del Oricono que me ha traído mi amigo Diego desde Venezuela... ¡Hans sigue vivo!)

Policía venezolana...




(Trozo de un periódico La Vanguardia del día 9 de febrero de 2009 que encontré en un bar de nombre olvidadizo cerca de Arc de Trionf, justo antes de tomarme una birra con Pillo y reírnos porque todos somos hijos de Walter Benjamin)